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“La agencia de subrogación solo contaba las historias felices”

Kelly Martínez vive en Dakota del Sur (EE.UU.), donde la maternidad subrogada es legal, y ella ha servido como vientre de alquiler en varias ocasiones. La imagen que se ofrece allí de esta práctica es bastante idílica. “En EE.UU., la subrogación se cuenta como una cosa maravillosa, pero no lo es”, confiesa a Aceprensa, porque ha podido comprobar en sí misma la deshumanización a que un proceso como este somete a mujeres y niños. 


  

 

Su camino hacia la decepción comenzó en 2015. Ese año, una agencia de servicios de maternidad subrogada la puso en contacto con una pareja española. Con la misma claridad con que en el súper se pide un kilo de ternera y otro de filetes de añojo, los padres intencionales fueron claros en su pedido: querían dos bebés, niño y niña. Pagarían por eso, ergo, exigían una exactitud matemática en la compra.


El embrión femenino, sin embargo, se malogró, y el masculino se dividió y dio lugar a dos niños. “Dijeron entonces que no iban a pagar por eso; que lo convenido era pagarle a la clínica específicamente por un niño y una niña. Pidieron una explicación al hospital, y la relación conmigo se enrareció. Vinieron a verme, pero no se preocuparon por mí. Y caí enferma, lo que después me llevó a dar a luz tempranamente. Pero su único interés era por qué dos varones”.


En el contrato que ambas partes habían firmado, se comprometían a mantener regularmente la comunicación. Y también se establecía que las facturas tenían que pagarse en siete días tras el alumbramiento. Pero la tensión que le generó a Kelly la reacción de la pareja a la noticia del sexo de los bebés, apresuró las cosas: “Me encontré mal, con preeclampsia, por el estrés, por no llevar mis propios óvulos... Durante días no supe nada de la pareja. No sabía si iban a venir o no. Mi marido y yo no sabíamos si podíamos sentirnos vinculados afectivamente con los niños. En la semana 30 del embarazo, finalmente la pareja apareció. Su primera pregunta fue: ‘¿Son dos chicos?’ Mi bienestar les importó muy poco”.


“Entonces en el hospital me hicieron la cesárea [el 2 de enero de 2016]. La actitud de ellos, sin embargo, fue de desprecio. No estuvieron mucho con los niños, sino que empezaron a pedir registros médicos. Los querían para probar que yo había provocado el adelanto del parto a la semana 30, que los había engañado, y dijeron que no estaban dispuestos a asumir los gastos médicos porque se les había ocultado información. Todo esto, sin prueba alguna. Seguían además con el tema de que no querían dos chicos, y con que, como inicialmente yo iba a dar a luz en marzo, ellos no iban a pagar”.


Según explica Kelly, cuando abandonó el hospital, las facturas empezaron a llegar. “Hablé con la agencia, que no pudo ponerse en contacto con la pareja. En marzo llamé al hospital. Me dijeron que la pareja se había llevado a los niños en febrero, sin avisar a la agencia ni a los abogados. Se volvieron a España y dejaron sin pagar unos 10.000 dólares, y eso me lo han estado reclamando a mí. Todo este último año me lo pasé buscando ayuda, la que la agencia no me ha dado. Sin embargo, lo que más me preocupa es qué ha hecho la pareja con los dos chicos, porque ellos siempre quisieron un niño y una niña, por lo que es de esperar que no los querrán como deberían”.


Recientemente la historia tuvo un giro interesante cuando entró en escena una incansable activista contra la gestación subrogada: Jennifer Lahl, presidenta del Center for Bioethics and Culture (CBC) y miembro de la plataforma Stop Surrogacy Now. Lahl estuvo hace unos días en Madrid para denunciar, junto a profesionales de varios países, esta práctica deshumanizadora. Y Kelly la acompañó.

 

 

 

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